El autor de esta fábula, la envía por si considero interesante insertarla en la página. Y dice: "Me gustaría permanecer en el anonimato como autor. Este texto es mi pequeño homenaje a las caballerías que realizaban duras tareas junto a sus amos, cuya memoria y reconocimiento quedaron en el olvido. Yo tengo magníficos recuerdos de un mulo que teníamos nosotros y por él se me ocurrió este relato".  ¿Quién no recuerda algún animal, caballo, mulo, burro, perro ... los cuales formaron parte de nuestra vida y ayudaron a hacerla más llevadera?  ¡Va por ellos!  Aquellos otros "seres" queridos también. Y como el mulo de la fábula sabe leer, lo mismo que escribe, esperamos que algún día nos descubra el autor del relato.

 

Aquí, desde este lugar en el reino de la calma cuando se acerca el verano, os envío esta misiva para recordar aventuras de mutua adolescencia. Porque, aunque penséis lo contrario, yo era más joven que alguno de vosotros; si aún os quedan dudas, preguntad a mi dueño Manolo. Me gustaría hacer hincapié en unas cuantas cosas que condicionaron mi existencia en el pueblo.

En primer lugar, nunca entendí porque Dios me hizo de aquella manera. Me dio vida en un animal, y no lo eligió al azar o al buen tún –tún, como diría Manuela. Quiso que fuese un híbrido, una bestia de carga, cuyo sino fue aguantar los palos de un amo no siempre acertado. Y me pregunto, ¿por qué no pude ser un pájaro y tener mi nido en el paraje más bello, pudiendo comer un día aquí y otro allá, sin tener que esperar la mano compasiva del amo a la hora del pienso?

 

Cuando llegué a vuestra casa, desconocía lo que me esperaba, y mira por dónde resultó ser una grata sorpresa. Mi casa estaba a dos pasos del abrevadero. Desde el cuarterón pude ver asombrado la comitiva de hermanos que cada mañana me saludaban después de beber el primer agua de una dura jornada, que les dejaba lastrados de tanto tirar del arado mientras roturaban nuevas quebradas. Al principio Manolo, mi amo,  trabajaba en el pantano y yo descansaba. Por eso de vez en cuando como el adolescente que era, mis hábiles labios descolgaban los cerrojos de la libertad. Y mi cuerpo vigoroso y juvenil, cubierto con pelo negro caoba, corría desnudo al "cuatropiés" por los caminos, atravesando prados y cercados sin encontrar barreras en mi carrera, mientras vosotros decíais a los vecinos:¡Sascapau! ¡Lacémila sascapau!.

Con el paso del tiempo esta conducta de rebeldía terminó por marcar para siempre mi vida.  Después de la excursión, depende de quien me pillara, quedaban sobre mis nalgas las marcas de la vara. Pero era un dolor pasajero, el tributo a pagar por robar la libertad, y se podía soportar si antes me había puesto el mundo por montera con mi tran-tran curioso por caminos y senderos nuevos. Recuerdo también que, cuando apenas caminabais os escarnachaban encima de la albarda para acercarnos hasta el caño de la plaza, donde el agua me tornaba la imagen distorsionada de un niño asustado que me acariciaba. Un domingo por la tarde al retirarme a mis aposentos, una certera pedrada cercenó de cuajo mi ojo izquierdo. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, sé que aquel pobre hombre cegado de ira no pretendía en modo alguno hacerme tanto daño. Como consecuencia, tuve que aprender a ver el mundo a medias y eso causaba miedo y recelo en mi entorno. Pero ahí estaba Chicato (un mulo rubio, maduro y alto, con un caminar sin igual, abriendo las manos con armonioso bamboleo entre el trote y el paso ligero) como el hermano inesperado que jamás pone reparos a la hora de tenderte la mano. Siempre metido en varas para tirar del carro, y nunca mejor dicho. Juntos pasábamos las noches de verano, a mí me asustaba el croar de las ranas, pero Chicato cantaba y entonces las ranas callaban y escuchaban.

Los años fueron pasando, vosotros fuisteis marchando y yo me fui haciendo viejo. Supe después que en vuestras cartas me teníais presente y preguntábais por mí. Qué alegría me producía recibir vuestras visitas en la vuelta a casa. Porque aunque yo callaba, sabía perfectamente de quien era la mano amiga que fruncía mi pecho. Después me vendieron cuando vosotros ya no estábais, y nos fuimos distanciando, aunque yo sabía que ya me rondaba el final. Taparon mis ojos, el tuerto y lo que quedaba del bueno, y atado a una noria pasaba los días girando sobre el brocal en el paseo de nunca llegar. Un día me abandonaron las fuerzas y ya no pude caminar más. Después sólo recuerdo el ruido del camión con rumbo al matadero, donde una fulminante descarga me trasportó a una pradera inmensa, rodeada de lagos y montañas nevadas. Allí me esperaba Chicato, la cabra Española y una perrita de nombre Fabiola. Ahora soy feliz aquí arriba y puedo navegar entre recuerdos de un tiempo lejano donde me sentí como un hermano en el seno de aquella humilde familia que vivió en Riocorpo.  

Vuestro siempre "El Nene"

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