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      Llegó el tiempo de los deshielos. Zarzales se vistió de verdor por todos los caminos. Reconfortaba el espectáculo. La nieve, supuestamente, había actuado como abono celestial. Desde la tierra fluía una vegetación tiernamente delicada.

     Las primeras en percatarse del fenómeno fueron las muchachas. Acariciando hierbas que pujaban al borde de los caminos apreciaron que su contextura no era como la de otras veces. Aseguraban que esta hierba nueva acariciaba. Tal caricia no se quedaba en la piel, se adentraba por los poros, cosquilleando el interior y avanzaba hasta centrarse en el corazón. Adquirieron la costumbre de llevarse la mano derecha al costado izquierdo: sabía que dentro escondían un secreto que no deseaban exponer.

     Revelaron a los mozos el descubrimiento. Estos, al principio, lo tomaron a guasa. Pensaban que aquella ocurrencia se debía a un intento de parte de las muchachas por deshielar los meses de invierno, suposición no del todo infundada.

     Los mozos, primero a escondidas, y enfrascados en sus labores campesinas, mordisquearon las hierbas primerizas. Apreciaron, en efecto, un sabor realmente singular. Además de la frescura, lógica, notaron el deleite del aroma, el cual no podían describir a cabalidad pues fluía matizado con miles de perfumes, y no diferenciaban el uno del otro. Sin embargo descubrieron que la hoja de hierbabuena no sabía a hierbabuena, sí, en cambio, a lo que su imaginación eligiera. Así, el perfume del campo fluía a conveniencia de cada cual, dando gusto a una imaginación exuberante emanada de los perfumes y concretizada en cualquier tipo de vegetación. Creyeron que aquel descubrimiento podría hacer a todos similares a Telesforo. No les satisfizo el presagio. Instaron a las muchachas a que no se aficionaran a mordisquear hierbas, por si acaso. Ellas tomaron en cuenta el consejo. Se contentaron con acariciar lo vegetal, mirándolo inclusive con ahínco. El efecto resultó progresivo. Las cosquillas internas cedieron. Algunas mujeres ya no volvieron a sentir la necesidad de llevarse la mano derecha hacia el costado izquierdo: el supuesto secreto allí escondido perdía efervescencia.

     Se atemorizaron.

     Decidieron abordar a Telesforo porque él, que vive de eso, sabrá darnos una respuesta cabal. Telesforo, luego de escucharlas con inusitado interés, y sin desertar de aquella sonrisa que la naturaleza le había pegado a los labios para que no cupiera dudas de que la felicidad existe, les anunció:

     - Yo no sé de amores.

     Las había comprendido perfectamente.

     Las muchachas concluyeron que el alimento de flores y de hierbas podría ser óptimo para la felicidad de Telesforo pero no para lo que toda mujer, a esas edades y con las ansias calientes, anhela. Si Telesforo, crecido bajo el alimento de lo vegetal, atestiguaba que él no sabía de amores, mejor dejar de una vez esos alimentos y hacer caso a los varones, por si acaso.

     Sin embargo, la textura de lo vegetal continuaba atrayéndolas. Cundió el supuesto de un posible engaño por parte de Telesforo: Nos ha mentido porque no desea que le robemos las flores.

     - Parece lógico. El campo proporciona verdor para la alimentación de algunos, pero si todos nos aficionamos a manducar flores, rápido se agotan y no habrá ni para unos ni para otros.

     Estos rumores llegaron a oídos del muchacho, el cual no dibujó gesto alguno para desmentirlos. Las muchachas pensaron que aquello no podía quedarse así, y una tarde, todavía fresca, aunque sin los rigores del vientecillo helado que todavía se acercaba hasta Zarzales procedente de las cercanas montañas, se citaron con el fin de resolver el entuerto junto a la Fuente Vieja. Pusieron la condición de que a tal cónclave únicamente podrían acudir aquellas a quienes la naturaleza ya les había donado la madurez femenina, y aquellas, de la edad que fuera, que aún no tenían el soporte del varón. Acudieron treinta  y siete.

     El señor cura se personó a donde el alcalde para estudiar la conveniencia o no de permitir semejante asamblea.

     El alcalde había recibido la noticia de la reunión programada por las doncellas con una sonrisa no desprovista de un pícaro pensamiento; en cambio, el semblante del párroco denotaba más su temor al escándalo que su intención por resolver el entuerto.

-        Son cosas de mujeres primerizas –sonrió el alcalde.

-        Son cosas del demonio –condenó el cura.

-        No es el demonio quien concedió a la mujer lo que tiene, sino Dios –defendió el alcalde.

-        ¡Pero para usarlo según las normas! –corrigió el párroco.

-        ¿Y quién nos asegura que van a tratar sobre un uso anormal?

     La respuesta del señor alcalde tenía fundamento, si bien es cierto no llegó desprovista de doble intención. Esta fue captada de inmediato por el señor cura quien, por pudor, se abstuvo de enfrentarla. El alcalde, con la expresa intención de hacer ruborizar al párroco, continuó:

-        El cosquilleo que las muchachas sienten no proviene del corazón sino de la entrepierna.

     El señor cura precipitó una cruz acelerada desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, a la vez que entornaba la mirada. El alcalde continuó con su sorna, quizá para descalificar las apreciaciones del sacerdote:

-        Usted desearía que en Zarzales todos fuéramos como Telesforo – Y precisó: -¡En eso del amor, me refiero!.

-        ¡Ni tanto ni tan poco! –aseguró el señor cura.

-        De cualquier manera, la autoridad no puede intervenir en algo que no es de su competencia. ¡Y esto no es de mi incumbencia!.

-        ¡Pues de la mía, sí! –aseguró el señor cura.

-        Intervenga entonces –lo animó el alcalde.

     El párroco abandonó la alcaldía con evidente descontento. Lo último que el alcalde escuchó fue que él sí sabía poner remedio a los males, sobre todo a esos donde la mano del espíritu del mal se percibe tan palpable. Y continuó refunfuñando.

     El alcalde lo siguió con la mirada hasta que la figura encorvada del sacerdote se le nubló detrás de la puerta de la sacristía. Allí el señor cura alimentaría sus ímpetus u ordenaría sus pensamientos.

     Con la misma rapidez con que el sacerdote se ocultó en el interior de la iglesia apareció en la plaza la figura sonriente de Telesforo. El alcalde reposó en él su mirada, divagando en la contradicción que para todos constituía aquel muchacho.

     Se dio a la tarea de retrasar la historia con el fin de husmear cualquier rincón del pasado que pudiera aclararle la existencia del mal del muchacho. No halló indicios. Todo resultaba de una transparencia inusitada. Telesforo era así porque la naturaleza así lo había decidido. ¿Para qué, entonces engañarse en explicaciones innecesarias que lo más que lograrían sería enturbiar la diafanidad de una existencia extraordinariamente clara?.

     Abandonó la ventana y bajó las escaleras con la precisa intención de acercarse a Telesforo, el cual ya se había estribado contra una de las paredes de la iglesia, entreteniéndose en observar el lento caminar de unas nubes claramente grises, las cuales moteaban el deslumbrante azul del cielo.

     El alcalde, al observarlo más de cerca, pensó, con razón, que las nubes seguían siendo la otra clave de alimento con el que el muchacho se nutría, y retardó el acercamiento con el fin de concederle tiempo para saborear su otro alimento espiritual.

      Telesforo le hizo notar su disponibilidad apartando la mirada de las nubes e invitándolo con su sonrisa de siempre, clara y diáfana, dispuesta a recibir e incapaz de ocultar.

     Quien desconociera el temple de Telesforo descubriría de inmediato una desnudez incontaminada, pero el alcalde, que no había logrado detectar en el tiempo precedente el momento exacto en el que Telesforo había comenzado a vivir exclusivamente con su lógica, lo vio inalterable. Pensó que siempre había sido así, que no había existido un momento crucial, que la naturaleza posee su lógica propia y que los humanos estamos incapacitados para leer todos los mensajes que la vida nos envía.

     La sonrisa de Telesforo, así pensaba ahora el alcalde luego de haberlo observado alimentándose de flores, es tan pura que nadie, jamás, podrá pintar otra semejante. Pensó igualmente que la bendición de Zarzales se concretizaba en aquel muchacho, crecido con alimento de nubes y flores, a quien, por qué no, se le había aparecido la Virgen.

     Sobre este particular el alcalde no coincidía con las apreciaciones religiosas del señor cura, aunque, lógicamente, y por ese instinto de no meterse en camisa de once varas, el alcalde respetaba. Pero una cosa era respetarlas y otra aceptarlas como artículo de fe.

     En realidad ni le iba ni le venía que la Virgen se apareciera a quien lo deseara; aunque tratándose de  que ese alguien era Telesforo, y el lugar de la aparición la jurisdicción en la que él ostentaba mando, la cosa cambiaba.

     Había leído que, en un inicio, y en esto de las apariciones, la autoridad eclesiástica era más reacia a su aceptación que las mismas autoridades civiles. Luego, cuando el fenómeno no podía dar marcha atrás, los papeles se volteaban.

     Así ocurrió en Fátima, y otro tanto en Lourdes. La historia la tenía reciente, puesto que cuando la imagen de Fátima, años atrás, llegó a Zarzales, los predicadores que la escoltaban describieron, con pelos y señales, y con una encendida elocuencia, todos y cada uno de los pormenores. Eso sí, se cuidaban de excusar o alabar el comportamiento de los primeros sacerdotes que tuvieron contacto con los protagonistas. Por razones de prudencia. En más de una ocasión el señor alcalde había interpretado esa prudencia inicial más como síntoma de miedo que de precaución. A la larga se encargarían de demostrar su total derecho a utilizar y hasta a abusar del fenómeno.

     ¿Qué tal si en Zarzales se fraguara una aparición?.

     El alcalde saboreaba la idea ahora, ante la presencia inmutable y risueña de Telesforo. La decisión de acercarse a él no era tanto para reavivar el anuncio de la aparición, ya caso olvidado en el pueblo, cuanto para comentarle la decisión adoptada por las mujeres célibes.

-        Las muchachas se van a reunir en la Fuente Vieja –soltó el alcalde, y su tono no podía identificarse ni como consulta ni como queja ni como asombro o expectativa. Lo dijo sin más, como quien nada tiene que decir y le sale lo que le sale.

-        Eso comentan –contestó, también en tono neutral, Telesforo.

     Era evidente que el muchacho no deseaba inmiscuirse en las habladurías de las doncellas. Quizá, pensaba el alcalde, Telesforo no sabe que él está metido en el ajo, muy a su pesar, y que si esta femenina reunión se lleva a cabo es porque, de alguna manera, él la provocó. Hacérselo notar podría convertirse en una terrible falta de tacto, pero ocultárselo tampoco esclarecía las cosas, por lo que el alcalde se aventuró a aclarar:

-        temen que el maraojo y otras hierbas les quiten la ilusión.

-        Pues que no las coman –resonó, sabia, lógica, simple, templada, la voz de Telesforo.

-        Pero también dicen que si se abstienen de ellas no sienten palpitar con fuerza el corazón.

-        ¿Y para qué tiene el corazón que palpitar con fuerza? –inquirió Telesforo, dejando sin respuesta al alcalde.

     No resultaba fácil explicar a Telesforo sobre las cosas del corazón, ya que carecía de antecedentes para comparar. Reflexionó sobre el infeliz que puede resultar una felicidad que crezca al margen del amor. Lo que es lo mismo: que quizá el señor cura tuviera razón: ¿cómo va alguien a recibir la recompensa del cielo si en la tierra no ha logrado atisbar cual es el asiento de la felicidad auténtica?.

     Por primera vez el alcalde intuyó la posibilidad de la infelicidad en la felicidad de los tontos. Pensó que la felicidad auténtica no puede darse al margen del quebranto, que el dolor nos prepara para el disfrute del placer y que difícilmente se puede saborear lo dulce si previamente el paladar no ha detectado en sin sabor de lo amargo.

     ¿Qué placer podría encontrar Telesforo masticando flores silvestres si su paladar no sabía de otros alimentos?. Aunque, según la confusión del pensamiento del alcalde, ¿por qué la  vida ha de transcurrir entre el vaivén de los extremos?. Quizá la felicidad pueda darse sin extremos, en su estado simple, sin esa manía de la comparación.

     Bajo esta perspectiva Telesforo vivía su felicidad sin el trauma de perderla, y la ausencia de dolor, lejos de convertirse en un atenuante para el goce era un refuerzo para el disfrute de lo simple.

     Resulta demasiado complicada la existencia, pensaba el señor alcalde: “lo mejor es dejar a cada cual con lo que la naturaleza le ha entregado, para que lo disfrute”.

     Ahí se encontraban las solteras, debatiendo entre el sabor de las hierbas cosquilleantes y el temor de que semejante manjar contribuyera a crearles una felicidad que, en el fondo, no deseaban.

     Tampoco el señor cura acertaba a calibrar los alcances de la felicidad perseguida por las muchachas. La religión, pensaba el alcalde, no es ducha en promover los caminos de la felicidad sino que está más atenta a apuntalar con barreras morales. ¿Por qué impedir que las muchachas buscaran su camino si, al fin y al cabo, ese empuje que ponían en lograrlo, que les inquietaba, era ya un paso en del disfrute de la felicidad?.

     Porque de eso es de lo que se trataba. De la consecución de la felicidad personal, del goce de cada cual. La otra felicidad es teoría para un reino futuro, el cual está asegurado únicamente por la certeza que otorga la fe, no por la seguridad que proporciona la experiencia.

     La filosofía de Telesforo, si en Telesforo se podía hablar de filosofía, se arrimaba a lo simple: no hacer aquello que indujera al temor, realizar únicamente lo que asegurara la tranquilidad: “si temen que el maraojo y otras hierbas les quiten la ilusión, que no las coman". Así de simple. Y así de sabia la decisión.

     Más no resultaba tan simple ni sabia, a juicio del señor alcalde. La lucha se fraguaba entre lo posible y lo imposible, entre la necesidad de la renuncia a un bien con el objeto de lograr otro. ¿Y por que había de ser así?. ¿Por qué la dicha tiene que fragmentarse?. ¿Por qué la felicidad no debe perseguir disfrute de todo lo apetecible?. La renuncia se da en el proceso de la inteligencia, en el sopesar las alternativas, mientras que la decisión sin trauma es producto de un esfuerzo de la voluntad primitiva, la cual no necesita solicitar permiso a la lógica para obrar en consecuencia.

     Es decir, la voluntad está afincada en el instinto mientras que la inteligencia lo está en la lógica. Una lógica, por lo demás, que no siempre actúa como tal y que, en no pocas oportunidades, finaliza en el fracaso.

     El alcalde revisaba todos estos supuestos sin atreverse a indagar cual era la consistencia de la felicidad de Telesforo. El muchacho se le asemejaba a ese corderillo trotón, a ese juguetón gatico que va y viene, correteando, sin otear el peligro, husmeando sólo por el instinto de curiosidad, no por haberse percatado del peligro. ¿Palpita con fuerza el corazón de un animal?. Quizá sí, pero sólo cuando la fuerza del instinto se lo exige, no cuando la cabeza le inspira los sentimientos. Eso era. El alcalde renunció a sugerir a Telesforo que se inmiscuyera en el asunto de las mujeres solteras.

     Estas, sin embargo, y después de las primeras propuestas aducidas en la reunión, tendrían inexorablemente que sacarlo a colación, igual que el señor cura jamás podría apartar de su mente la sonrisa satisfecha de Telesforo cada vez que, ante el altar, contemplaba el rostro de la Madre de Dios.

     Telesforo no había vuelto a insistir sobre lo que la aparición le había sugerido y ordenado. Las apariciones verdaderas siempre llegan con mensajes y el único mensaje en él reflejado fue la sonrisa amplia y condescendiente que le brindó la Señora. ¡Que no era poco!, como él aseguró en una ocasión ante la insistencia del señor cura.

      El párroco había testimoniado que la Madre de Dios no perdía su tiempo para traer únicamente sonrisas, reproche que jamás entendió Telesforo. En aquella oportunidad había pensado: “¿hay algo mejor que una sonrisa?”.

     El alcalde se despidió de Telesforo con gesto de mano derecha, sin haber ahondado en el por qué de la reunión de las muchachas. Telesforo continuó estribado contra la pared de la iglesia y alzó de nuevo la mirada para engullir de las nubes el sustento que exigía su espíritu nada distraído.

     Las solteras se reunieron en la Fuente Vieja, tal y como había sido planificado.

     El señor cura había anticipado la posibilidad de algunos escarmientos, mas las mujeres no dieron crédito a las amenazas. Al contrario, hasta parecía que éstas las habían afianzado en sus trece.. Extremaron precauciones para controlar a las asistentes. Inclusive, la  sobrina del señor cura, alertada más que ninguna por la autoridad de la sangre que adujo su tío, se convirtió en instigadora principal del evento.

     Su tío la había amenazado con recluirla en un monasterio, lugar apropiado para mitigar los desmanes de la edad del cuerpo joven mas la muchacha lo desafió con la mirada, y no le lanzó lo que tenía en mente porque su tío, además de tío, era cura: “Al fin y al cabo algún día tendrá que darme una absolución”, pensó.

     Informado el párroco de los arranques de su sobrina en la reunión, la cual fue extendida por varios días,  envió a un monaguillo con instrucciones precisas:

-        ¡Que manda a decir tu tío que vayas!.

-        Estoy trabajando –contestó la muchacha.

-        ¡Que no es broma! –alertó el monaguillo.

-        ¡Lárgate a tocar las campanas!.

     Al enterarse de la negativa, el párroco se enfureció sobremanera. Aquella noche no le permitió dormir en la casa cural.

     El castigo anunciado por el señor cura a su sobrina revolvió los recuerdos de otro tiempo. Los zarzaleños no aceptaron el proceder de la sobrina: “¿Cómo es posible una desobediencia semejante?”. La muchacha echó cera en sus oídos y continuó en sus trece. Arengaba con renovado ímpetu a sus compañeros y proclamaba, sin asomo de vergüenza: “las camas de la casa parroquial no son muy cómodas para ciertas cosas”.

     Una de las decisiones que adoptaron las doncellas reunidas en la Fuente Vieja consistió en citar a Telesforo al cónclave con el fin de que el muchacho les aclarara algunos pormenores que ellas no podían dilucidar.

     La sobrina del cura se opuso a esta decisión, argumentando que el muchacho estaba en posibilidades de actuar pero no de razonar: “obra por instinto –explicaba- no con la cabeza. Además, se van a burlar de nosotras cuando se corra que nos amparamos en los consejos de Telesforo”.

     El argumento no fue aceptado. Todas a una adujeron que sin el testimonio directo del tonto no podrían visualizar un futuro sin angustia. Además, encomendaron a la sobrina del señor cura para que fuera ella quien convenciera a Telesforo, a fin de que se personara en la Fuente Vieja.

     Aceptó. Dejó sentado, eso sí, que si Telesforo no aceptaba, no seria porque ella hubiese regateado razones sino porque el muchacho se empeñaba en el no. Y para que ninguna sospecha de que ella no escatimaba esfuerzos para convencerlo, solicitó ante la asamblea una ayudante. Dijo “ayudante”; en realidad estaba solicitando una testigo.

     Resultó vano el empeño que puso para convencer a Telesforo. El muchacho se negó meneando una y otra vez la cabeza sin renunciar a su sonrisa de siempre.

     - Es sólo para que nos aclares -insistía ella.

     Telesforo no cedió. Las mujeres tuvieron que seguir otros caminos para dilucidar la situación.

     Algunas comentaron que eso de intentar forzar a Telesforo para que acudiera había resultado una táctica equivocada: En medio de tanta mujer cualquier hombre se encuentra en desventaja. Los hombres aparentan más fuertes cuando pueden decidir sobre una, y cuando no tienen delante más que un par de ojos que los escruten. Entonces sí.  Pero en una reunión como esta, hasta a Telesforo le entra miedo. Unas rieron. Otras no. Hallaron otra solución: invertir la estrategia. Encomendar a una, eso sí, distinta a la sobrina del párroco, para que el muchacho no se sintiera presionado.

     Recayó la elección en Margarita Ríos, una soltera de treinta y dos años con ansias enormes de anular su soltería. La designación se debió al simbolismo del nombre, no a la edad. Dijeron que el hecho de llamarse Margarita la acercaba a las flores, Telesforo no tendría inconveniente en confiarle la información oportuna.

     Fracasó el intento.

     Telesforo, aunque no confesó su posible enfado, captó la intención de las doncellas al remitirle a Margarita, y se negó rotundamente a soltar prenda. Margarita consideró la actitud de Telesforo como ofensa personal, y acudió a la reunión envuelta en llanto.

     En principio las muchachas creyeron que aquel torrente de lágrimas se debía a las malas noticias que Telesforo confió a la delegada. Lograron calmarla, gracias a los pañuelos mojados en el agua de la fuente y aplicados sobre la sien. Se convencieron de que Telesforo aún no había dictaminado ni a favor ni en contra.

     A la muchacha le retornó la desazón más tarde. Sus compañeras le insistieron que no era para tanto, mas ella arreció en su lloriqueo.

     Cuatro días y cuatro noches le duró el llanto.

     En Zarzales la gente comenzó a preocuparse por la actitud asumida por las doncellas, sobre todo luego del llanto tan prolongado de Margarita, pero éstas no cedieron en su intento. El señor cura aprovechó el incidente para regañar a su sobrina una vez más:

     - ¡Eso es lo que has conseguido!

     La muchacha se sometió en esta ocasión bajando la mirada. En realidad no se trataba de un sometimiento sino de un truco para que su tío amainara los reproches.

     - Si estás arrepentida puedes volver a tu alcoba.

     La muchacha, en la oscuridad, se rió de la trampa. Maquinó responder al día siguiente a Telesforo bajo la acusación de que estaba haciendo infeliz a una mujer de Zarzales.

         En efecto, Telesforo soportó el reproche, pero se defendió negando ser el causante de semejante llanto. No obstante, y para arreglar lo que por su causa se hubiera descompuesto, se encaminó a donde Margarita. La sonrió. Hasta ese momento duró el ataque de llanto. Cuando acudió a la reunión pautada para esa tarde, Margarita habló de un Milagro:

     - La sonrisa de Telesforo es milagrosa, ¡lo juro! No solo me ha desaparecido el llanto, a la vez se ha borrado también la causa del llanto. Ya no tengo dentro lágrimas para secar.

     - ¿ Y cual es la causa? -quisieron saber.

     Una, en plan de sorna, gritó:

     - La causa son los treinta y dos años.

     No se produjo la reacción que esperaban de parte de Margarita. En vez de poner mala cara, o de soltar la diatriba cónsona, se limitó a decir:

-        ¡Ojalá a todas les pasara lo que me ha ocurrido a mí!.

     Resultó un duro golpe para la reunión de las mujeres.

     En balde instaron a Margarita a que soltara prenda. Nada había que hacer. Según la muchacha, la sonrisa de Telesforo no provenía de él: “Alguien sonríe por él –dijo, atreviéndose a diagnosticar: -No me extrañaría que la Virgen se haya metido en el cuerpo de Telesforo y sonría por su mediación”. Y luego de esta comprometida declaración, la soltera anunció que renunciaba a los legítimos placeres de la carne gozados en el contexto del matrimonio, para dedicar su vida a la oración al sacrificio.

     Las mujeres no tuvieron arrestos para continuar debatiendo aquel día. La sobrina del señor cura sacó a relucir su oposición a que se mezclara a Telesforo en semejante asunto. Ahora sólo coincidían con ella. Pero ya era tarde.

     Lo que en realidad molestó al señor cura no fue tanto la decisión de Margarita de proclamar su renuncia a los placeres carnales para dedicarse a la oración y a la penitencia, sino el motivo aducido. Ese comparar la sonrisa de Telesforo con la sonrisa de la Madre de Dios. Ese resucitar de nuevo la leyenda.

-        Me temo que esto se va a convertir en una fiebre –confesó el párroco al alcalde.

-        Si se trata de una fiebre religiosa, ¿por qué temer? –preguntó el señor alcalde.

-         Las fiebres siempre son síntomas de enfermedad –sentenció el señor cura, pronóstico que causó asombro en el alcalde. El sacerdote volvió a la carga:

-        Hay que poner algún remedio.

-        Yo, en asuntos de iglesia no me meto –repitió el alcalde.

-        Si estos no son asuntos de iglesia sino de orden público.

-        Pues hasta ahora no he detectado desorden.

-        Cuando lo detecte puede ser demasiado tarde –amenazó el párroco.

     También era cierto. El alcalde cambió de actitud y le aseguró que mediaría sobre el particular.

      La solución, al parecer, consistía en convencer a Telesforo. ¡Pero, convencerlo de qué!. Si el muchacho se había negado a asistir a la reunión de las mujeres ese era un gesto a ser aplaudido. No se podía achacar, en este caso, algo que pusiera en tela de juicio su ecuanimidad. Y si Margarita había sacado a relucir lo de la sonrisa virginal, tampoco; al menos hasta lo que se sabía; tal proceder de Margarita no había sido sugerido por Telesforo sino por la enfermedad de una soltera de treinta y dos años carente de varón.

     No hallaba el alcalde por donde atajar el tema.

    El asunto se complicó a los pocos días, cuando Margarita lanzó la voz de alarma: “Se me ha aparecido la Virgen envuelta en un rayo de luz junto al manantial de las azucenas”.

     Nadie conocía semejante manantial. La muchacha se apresuró a describir el lugar, identificando el sitio donde manaba el agua, a medio camino entre el molino de los Piamonte y la hacienda de los Tortosa.

     Nadie, en Zarzales, recordaba que en tal trayecto hubiera un manantial, y menos que por aquellos contornos se dieran las azucenas, pero como la intensa nevada dejó sin duda abundancia de agua bajo la tierra, bien pudiera suceder que el manantial no resultara fantasía.

     El alcalde y el señor cura se encaminaron hacia el lugar descrito por la soltera. Escudriñaron todos los vados, todos los recodos; removieron piedras, escarbaron en lugares que mostraban mayor humedad, donde la yerba lucía más fresca y verdosa. No hallaron rastro de manantial y, por supuesto, menos de azucenas.

     Resultó una falsa alarma.

     Para que la imaginación en el pueblo no se desbordara, y para que la mujer visionaria no se sintiera avergonzada, el señor cura, en las tertulias, fuera del recinto sagrado, y comentando el incidente como un chisme sin importancia, fue explicando el poder de los sueños, y cómo a veces éstos aparecen tan reales al soñador que resulta difícil desconectarlos de su mente. Adujo ejemplos fácilmente entendibles, y todos, en mayor o menor grado, aceptaron las razones del párroco.

       Las solteras, luego del descalabro ocasionado por la falsa alarma, suspendieron sus reuniones, y la sobrina del señor cura se aventuró a lanzar un comentario, que no cayó bien en las personas allegadas a la visionaria: “Lo lógico es que, en vez de crecer azucenas en ese manantial hubiesen crecido margaritas”.

     Telesforo esperó pacientemente a que pasara la tormenta, y luego de algunos días lo vieron merodear por el supuesto lugar de la anunciada aparición.

     - ¿Tu crees en ese cuento? –le preguntaron.   

Telesforo ni afirmó ni negó. Se limitó a mirar hacia las nubes como si en ellas se encontrara la respuesta, mas nadie leyó, o nadie supo leer en ellas, algo relacionado con apariciones o flores. También comentaron que las azucenas no eran flores de monte y que, sin duda, Telesforo acudía al lugar señalado nada más que por el afán de conseguirlas para su manutención.

     Ante este argumento Telesforo si salió en propia defensa:

     - Existen dos tipos de flores no aptas para el alimento: las amapolas y las azucenas.

     Se rieron. Consideraron la aseveración como una salida ingeniosa. Telesforo, no obstante, no mostró excesivo contento ante el aplauso de los presentes. Elevó de nuevo su mirada hacia las nubes, instando, sin decirlo, a que se fijaran en ellas. Eran ellas las que transmitían los mensajes sin trampa.

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